LENGUAJE JURÍDICO
La necesidad de corrección lingüística en los textos jurídicos y administrativos no debe interpretarse como la búsqueda del purismo ortográfico y gramatical. En sentido estricto, ni siquiera hay que relacionarla con cuestiones de elegancia estilística. La corrección lingüística debe servir, sobre todo, para evitar los problemas interpretativos que puede ocasionar una redacción defectuosa.
INTRODUCCIÓN:
Desde hace unos años, se ha acrecentado el interés por el estudio del tipo especial de lenguaje que se emplea en los documentos jurídicos y administrativos. Ese interés, del que participan por igual juristas y filólogos, persigue un objetivo claro: minimizar el hermetismo que tradicionalmente ha caracterizado a la redacción jurídico-administrativa. En este artículo fijaremos nuestra atención en las dos paradojas que consideramos fundamentales para entender cómo está configurado este tipo de lenguaje: por un lado, la paradoja del objeto; por otro, la paradoja del contenido. La paradoja del objeto se puede definir como el desajuste que se produce entre el lenguaje empleado en los documentos jurídico-administrativos y las características de la mayoría de los receptores de esos documentos. Cualquier ciudadano, con independencia de su condición social o nivel cultural, es objeto de escritos que emanan de la Administración o de instituciones que usan un lenguaje que muchos expertos consideran poco apropiado (un lenguaje para el ciudadano que el ciudadano no entiende). Esta paradoja es la que ha propiciado la existencia de intentos de modernización de ese lenguaje a los que nos referiremos en el apartado tercero. La paradoja del contenido hay que definirla como el procedimiento empleado por el lenguaje de los juristas con el que se intenta conseguir la máxima precisión, pero que tiene como resultados la ambigüedad y la complejidad. Desde nuestro punto de vista, los principales defectos que suelen censurarse del lenguaje jurídico están relacionados con esta paradoja del contenido, a la que hemos denominado también falsa precisión 1 (apartado cuarto). Antes de entrar en materia, es conveniente, sin embargo, hacer algunas aclaraciones conceptuales que nos van a servir para introducir el objeto de estudio. Repasaremos ahora, por tanto, las posibilidades terminológicas que los expertos han contemplado para abordar la investigación del lenguaje jurídico y administrativo.
LENGUAJE JURÍDICO Y LENGUAJE ADMINISTRATIVO: UNA
ACLARACIÓN PRELIMINAR
La frontera entre lenguaje jurídico y lenguaje administrativo, como lenguajes de especialidad,
no está nada clara. De hecho, es frecuente que ambos lenguajes se engloben dentro de un
mismo rótulo. El lenguaje jurídico y administrativo (o jurídico-administrativo) debe
interpretarse, en ese caso, como un tecnolecto en sí mismo2
.
La ausencia de esa frontera clara entre estos dos lenguajes ha ocasionado vacilaciones lógicas
entre quienes se han dedicado a su estudio. Así, por ejemplo, Carles Duarte Montserrat, en un
completo trabajo con el significativo título de «Lenguaje administrativo y lenguaje jurídico»
(dos lenguajes distintos, por tanto), en algunos pasajes de su estudio los considera una unidad,
mientras que en otros los mantiene diferenciados3
.
En propiedad, las diferencias que se pueden establecer entre lenguaje jurídico y lenguaje
administrativo afectan sólo al tipo de documentos al que se aplican, pero no a los
procedimientos lingüísticos que se emplean para su confección 4
. El lenguaje administrativo se
puede definir entonces como el usado por la Administración o para dirigirse a ella (en sus
documentos); mientras que el lenguaje jurídico es el propio de los juristas (o, más
concretamente, el empleado en los documentos jurídicos). Incluso dentro de este último hay
quien ha establecido subdivisiones en atención al tipo de documentos que son habituales en el
mundo del Derecho. Así, el lenguaje legislativo se aplica a la redacción de normas legales; el
lenguaje judicial tiene su campo de acción en sentencias y otros textos judiciales; el lenguaje
contractual, en documentos del ámbito empresarial (de los negocios, en general); y el
lenguaje notarial, en actas, escrituras y otros textos propios de las notarías.
Otra posibilidad es la de considerar el lenguaje administrativo como un tipo especial de
lenguaje jurídico. Esa es la interpretación que ofrece, por ejemplo, Ángel Martín del Buergo y
Marchán, que, entre los lenguajes del Derecho, identifica el legislativo, el judicial, el
administrativo y el notarial5
. Jesús Prieto de Pedro, por su parte, diferencia entre un lenguaje
legal («en el que se escriben las normas») de un lenguaje de los juristas, que engloba, a su
vez, varios tipos de lenguaje («jurisprudencial, del foro, administrativo, etc.») por medio de
los cuales los profesionales del Derecho hablan de las normas6
.
Como las diferencias entre todos esos tipos posibles de lenguajes son mínimas desde el punto
de vista de los mecanismos lingüísticos que operan en los documentos de cada ámbito, no
parece muy rentable, para los estudios teóricos, continuar manteniéndolos diferenciados, por
lo que, en el presente artículo, usaremos indistintamente las etiquetas de lenguaje jurídico o
lenguaje administrativo aplicadas a lo que consideramos un mismo tipo de lenguaje: el
empleado por los técnicos de la Administración, jueces, fiscales, abogados, notarios,
registradores y por otros representantes del quehacer jurídico y administrativo.
EL INTERÉS POR LA MODERNIZACIÓN DEL LENGUAJE JURÍDICO
Los intentos para mejorar el lenguaje jurídico se han originado en distintos ámbitos y se han plasmado en recomendaciones diversas. Tanto desde el campo del Derecho como desde el de la Lingüística se han llevado a cabo propuestas encaminadas a acercar a los ciudadanos un lenguaje que tradicionalmente ha sido considerado complicado. Desde hace unos años, se está 3 intentando simplificar el excesivo formulismo de los textos y corregir el barroquismo expresivo que los ha caracterizado. Una pregunta que conviene hacerse antes de seguir adelante es la siguiente: ¿la modernización del lenguaje administrativo no trata de convertir a este tipo especial de lenguaje en lenguaje común y corriente? Y la respuesta, si nos fijamos en la mayoría de las propuestas realizadas hasta la fecha, ha de ser necesariamente afirmativa: los intentos por modernizar el lenguaje jurídico-administrativo, desde nuestro punto de vista, basan esa modernización en recomendaciones que eliminan la esencia de este tipo de lenguaje. Y ahí es donde radica, pensamos, el fracaso de estas propuestas (o, al menos, uno de los fracasos). Luis María Cazorla Prieto se ha expresado con claridad en contra de esa tendencia a reducir el lenguaje jurídico a lenguaje común: «Por mucho que parte de las circunstancias sociales que prevalecen en la actualidad tiendan a desfigurar el lenguaje jurídico con pretensión última, inconfesada pero latente, de diluirlo, mezclarlo con el lenguaje común hasta perder todo rasgo identificativo, por mucho que la corriente actual de la sociedad favorezca estos extremos, el lenguaje jurídico para cumplir su misión debe seguir siendo un lenguaje especial con los andamiajes precisos para sustentar su condición científica»7 . Las palabras del profesor Cazorla Prieto deberían hacer reflexionar a los filólogos: los intentos de modernización del lenguaje jurídico no surtirán efecto mientras las propuestas no cuenten con el beneplácito de los juristas, que serán siempre los que tengan la última palabra con respecto al tipo de lenguaje que consideran apropiado emplear en sus textos. Y así debe ser. Esto, por otra parte, no quiere decir que el lenguaje jurídico sea intocable: los propios juristas son los más interesados en que existan unas pautas claras para la redacción de documentos, pero unas pautas que respeten su especificidad lingüística8 . Pongamos un ejemplo tomado de la doctrina existente. Según la opinión de Carles Duarte Montserrat, en el lenguaje jurídico, «es recomendable evitar el uso de expresiones que resulten de interpretación difícil, especialmente cuando podemos decir lo mismo de una forma más llana. Esta observación es pertinente sobre todo cuando nos referimos a las expresiones jurídicas tomadas directamente del latín»9 . No cabe duda de que la sencillez es una de las metas que debe perseguir este tipo de lenguaje, pero en ningún caso esa sencillez debe entrar en conflicto con la precisión que se exige a los documentos legales. El lenguaje jurídico, como lenguaje especializado, no puede renunciar a su código propio, máxime cuando algunos elementos de ese código lo que hacen es reforzar la exactitud que debe imperar en los contenidos. Muchas locuciones y frases latinas expresan principios generales del Derecho y, como afirma Maria do Carmo Henríquez Salido, «la utilización de estas unidades se justifica porque encierran gran precisión jurídica y concisión (principio de economía del lenguaje) y evitan, o por lo menos no facilitan, que diferentes letrados, jueces o magistrados tengan diversas interpretaciones»10. Pedir a los abogados que renuncien a ellas sería tanto como aconsejar a otros profesionales a desprenderse de la terminología propia de sus especialidades. Por otra parte, con poco interés se van a acoger las recomendaciones efectuadas por los expertos si en ellas no se cumple lo que preconizan. Resulta difícil comprender cómo es posible que no se cuide más el lenguaje, como mínimo, en aquellas normas en las que se alude directamente a la necesidad de que las leyes sean claras, concisas y respetuosas con la 4 ortografía y la gramática. Este problema, por cierto, también se descubre en algunos estudios que versan sobre el lenguaje jurídico, en los que no es raro encontrar siglas escritas de manera arbitraria, latinismos incorrectos o expresiones tan heterogéneas en el uso de letras mayúsculas –en la misma página– como derecho penal y Derecho Administrativo, eso cuando no nos topamos con párrafos que son más difíciles de entender que algunas sentencias, puntuaciones anómalas de las oraciones o, incluso, palabras mal tildadas. En la normativa reciente, cabe destacar algunos intentos que han surgido con muy buena voluntad por mejorar la escritura de los textos administrativos. Desde el punto de vista teórico, la preocupación está muy extendida; pero, desde el punto de vista de la aplicación práctica, la crítica ha de ser negativa. Los resultados de los intentos que ha efectuado la Administración para modernizar el lenguaje jurídico son inexistentes o, cuando menos, muy desiguales. En el año 2003, por medio de la Orden JUS/3126/2003, de 30 de octubre, se creó –en el Ministerio de Justicia– la Comisión para la Modernización del Lenguaje Jurídico, que debía estar integrada por «personas relevantes en el ámbito académico, lingüístico y de las diversas profesiones jurídicas»; sin embargo, no nos consta que esta comisión haya empezado a operar11. El Plan de Transparencia Judicial (BOE de 1 de noviembre de 2005) –de redacción poco transparente– dedica un apartado a la modernización del lenguaje jurídico, en el que se afirma lo siguiente: «Convendrá conciliar criterios tendentes a desechar fórmulas y expresiones anacrónicas o vacías de contenido que no proporcionan ninguna información y, especialmente, prestar atención a la comprensibilidad de las citaciones que las Oficinas [sic] judiciales dirijan a los ciudadanos, quienes en las últimas Encuestas [sic] a usuarios de la Administración de Justicia realizadas por el Consejo General del Poder Judicial todavía manifiestan, en un porcentaje que sería deseable reducir [sic] que no han entendido el lenguaje jurídico que los tribunales han empleado, permaneciendo como usuarios con más problemas con este lenguaje los de clase baja o media-baja, los usuarios de juicios de faltas y juicios penales y, más en concreto, los denunciados, los acusados, los testigos y los testigosvíctimas, por este orden». Más recientemente, en julio de 2006, se ha producido un nuevo acercamiento entre juristas y filólogos, mediante la firma de un convenio de colaboración entre la Real Academia Española y la Vicepresidencia del Gobierno, con la intención de mejorar la lengua empleada en la redacción de las leyes. Tampoco nos consta en este caso que se hayan hecho públicos los resultados de esa colaboración (en el BOE de principios de 2009 siguen apareciendo las mismas incorrecciones y faltas estilísticas que en el de mediados de 2006)12. En el plano doctrinal, las recomendaciones para modernizar el lenguaje de la Administración son muy habituales. De ello se han ocupado lingüistas como Maitena Etxebarria, Carles Duarte Montserrat, Luciana Calvo Ramos y Leyre Ruiz de Zarobe, y juristas como Jesús Prieto de Pedro, Luis María Cazorla Prieto o Ángel Martín del Buergo, aunque tampoco faltan los casos en que las propuestas han partido de la propia Administración13. Pese a tratarse de un asunto ampliamente analizado, se echan en falta más estudios de colaboración entre juristas y filólogos en los que se tengan en cuenta con objetividad las necesidades de unos y las alternativas ofrecidas por los otros.
LA FALSA PRECISIÓN COMO MÁXIMO PROBLEMA DEL LENGUAJE JURÍDICO
Los problemas del español jurídico no son muy distintos de los problemas del lenguaje jurídico de otros idiomas. Anabel Borja Albi, para el inglés, señala que la complejidad sintáctica, la abundante subordinación, los grupos verbales especiales y el frecuente empleo de la voz pasiva, entre otros fenómenos, son los mayores responsables de las dificultades que ocasionan los textos en los lectores14. La complejidad del lenguaje jurídico es una tendencia universal que intenta combatirse en todos los idiomas, pero que no se ha conseguido erradicar –de momento– en ninguno15. En el lenguaje jurídico actual es posible establecer una clasificación de los textos en función de las anomalías que contienen. Desde nuestro punto de vista, hay cuatro tipos de redacciones frecuentes que deben ser evitadas: a) La redacción descuidada, que puede definirse como la que atenta contra las normas ortográficas y gramaticales (la que presenta errores en la acentuación, en la puntuación, en las concordancias verbales o en el significado de las palabras). b) La redacción complicada, la que abusa de oraciones subordinadas, en las que unas frases dependen de otras, y estas, a su vez, de otras anteriores; enmarañan el contenido de tal forma que el lector se pierde. Sin duda, estas redacciones constituyen el principal defecto del lenguaje jurídico en el nivel textual. c) La redacción confusa, la que contiene demasiada terminología especializada y no está destinada a un lector especialista, o la que está inflada con siglas o con ejemplos que no ayudan a clarificar las cosas. d) La redacción pretenciosa, la que ofrece más información de la que demanda el lector para entender cabalmente el contenido. Las redacciones complicadas y las pretenciosas, aunque se pueden encontrar en otros tecnolectos, tienen especial presencia en el lenguaje jurídico; las descuidadas y las confusas se dan en cualquier tipo de lenguaje. Por regla general, esas clases de redacciones no aparecen en estado puro: una redacción complicada puede conllevar errores gramaticales que la conviertan en descuidada. En un estudio de los defectos del lenguaje jurídico actual habría que comenzar advirtiendo que ortografía y gramática no son problemas inherentes a este tipo de lenguaje, aunque sí es cierto que el principal problema del lenguaje jurídico ocasiona con frecuencia graves desajustes gramaticales. Ortografía y gramática no son, pues, problemas del lenguaje jurídico, sino del lenguaje en general. El principal defecto del lenguaje jurídico tiene su origen, paradójicamente, en un exceso de celo. Los juristas se preocupan tanto de la precisión que debe imperar en sus escritos que llevan esta precisión hasta sus últimas consecuencias, sin darse cuenta de que con fórmulas menos complicadas se consigue la misma exactitud16. 6 Si trasponemos la teoría de Grice sobre las máximas conversacionales a los escritos de Derecho, observaremos que de los cuatro principios propuestos por el lingüista inglés, el lenguaje jurídico, en muchos de sus textos, incumple tres: la máxima de cantidad, la máxima de relevancia y la máxima de modo17. Sólo la máxima de calidad (la que incide en la veracidad del contenido) es respetada de forma generalizada. La máxima de cantidad («no dé usted más información de la necesaria para entenderle») es particularmente poco atendida. Y la explicación a esta falta de atención hay que buscarla en el temor a no construir un texto claro. La paradoja del planteamiento se encuentra en que los juristas, al buscar la precisión y la claridad, lo que consiguen es ambigüedad, enmarañamiento y complejidad.
El abuso de la subordinación
Como ha expresado Luis María Cazorla Prieto, «la arquitectura formal del lenguaje jurídico
suele tender a la desmesura y al alargamiento superfluo y confundidor»19. Los juristas, en su
afán por no quedarse nada en el tintero y por dotar de precisión a todo lo que dicen, tienden a
construir párrafos extremadamente largos, cargados de incisos y de frases subordinadas.
También es cierto que esa complicación formal puede estar originada por lo que Marilyn
Frankenthaler y Sofía Zahler consideran «la necesidad de emplear el lenguaje jurídico para
explicar conceptos complicados y hasta a veces retorcidos»20, aunque esto último sucede en
muchas menos ocasiones de las que se pueden exponer como ejemplo de búsqueda de
precisión extrema para lo que, de por sí, no la exige ni la necesita.
Un caso claro de complejidad formal lo encontramos en las normas que se establecen en la
Orden de 21 de noviembre de 1979, por la que se desarrolla el Real Decreto 909/1976, para la
apertura de una nueva oficina de farmacia. La medición de la distancia entre una oficina
existente y la que se pretende abrir se realizará según unas directrices que, para interpretarlas,
es necesario –además de armarse de paciencia– echar mano de lápiz y papel:
7
«Se partirá del centro de la fachada del local que ocupe la Oficina de Farmacia establecida,
prescindiendo del o de los accesos a la misma y, siguiéndose por una Línea perpendicular al
eje de la calle o vial al que dé frente dicho centro de fachada, se continuará midiendo por este
eje, ya sea recto, quebrado o curvo, cualesquiera que sean las condiciones o características de
la calle o vial, hasta encontrar el eje de la calle o calles siguientes, prolongándose la medición,
por dicho eje, hasta el punto de que coincida con la intersección de la perpendicular que pueda
ser trazada, desde el centro de la fachada del local, propuesto para la Farmacia que pretende
instalarse o trasladarse, al eje de la calle o vías por la que viniera practicándose la medición,
continuándose por dicha línea perpendicular hasta el centro de la fachada de este último
local»21.
El problema de la oración inacabable también se da en ocasiones en la jurisprudencia. Nótese,
por ejemplo, la redacción de este fragmento del fundamento jurídico único de una sentencia
reciente22:
«Literalizando documental obrante en la alzada conteniendo carta de la codemandada
Supermercado S. SA a su correduría de Seguros, en relación con el accidente objeto de
análisis, «esta señora se tropezó con unas cajas de mercancías que había comprado otro
cliente, justo a la salida de nuestra escalera mecánica», uniendo la testifical de doña S.R.A.,
contestación a la repregunta cuarta «presenció el accidente, vio cómo pasaba la niña y que la
señora no podía pasar y se cayó», es afirmable manifestar negligencia en la demandada al no
tener en perfectas condiciones de utilización la vía de salida del establecimiento. Siendo la
escalera mecánica, vía de salida, de titularidad propia, siendo el objeto, caja de mercancías,
que obstaculiza el final de la precitada escalera propiedad de la demandada, siendo manifiesto
que dicha vía debe estar expedita, apta para su utilización como salida del centro comercial,
no produciéndose tal realidad, se plasma negligencia, tangibilizada en la falta de actuación de
operario para retirar todo obstáculo que impida la salida, y no sólo la impida sino que cree
riesgo para las personas, materializado en la presente, en el accidente analizado, base de la
reclamación»
Las referencias injustificadas y jurídicamente peligrosas al masculino y al femenino
No vamos a entrar en el debate de si las lenguas son sexistas o no. La Academia y otras instituciones de la lengua ya han ofrecido argumentos suficientes sobre la inconveniencia de confundir género gramatical con sexo26. Desde un punto de vista jurídico, más preocupante que la desmesura en el empleo de dobletes para aludir a los dos sexos, lo es el hecho de las interpretaciones (maliciosas) que se pueden hacer de ciertos párrafos de algunas normas. Así, en la Resolución AAR/3078/2008, de 20 de octubre, de convocatoria ordinaria de exámenes teóricos para la obtención de títulos náuticodeportivos (Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya de 24 de octubre de 2008), después de que a lo largo del texto se alude al patrón o patrona, al capitán o capitana, al presidente o presidenta, y a las personas aspirantes, encontramos que se realiza la siguiente afirmación: «Los aspirantes podrán llevar diccionario de lengua inglesa o náutico». Y, si queremos entender cabalmente esa oración, debemos inferir que las aspirantes no pueden llevar esos diccionarios, ya que no están incluidas en ese masculino (porque en el resto de casos las mujeres se han marcado de forma expresa por medio de dobletes o de otras fórmulas). Este es un mecanismo de doble filo, por tanto, que puede llegar a volverse en contra de quienes defienden que la lengua española es sexista. Si no se nos hubiera hablado de patrones y patronas, o de capitanes y capitanas, sino sólo de patrones y capitanes, la lengua no nos permitiría inferir que en los aspirantes de la frase anterior sólo están incluidos los hombres. Las implicaciones legales que pueden provocar las interpretaciones indeseadas son imprevisibles, como ha puesto de manifiesto Maximino Fernández García en las páginas de esta misma revista. Este jurista llega incluso a rogar que se unifique «el criterio gramatical en la redacción de las normas, ya que, de lo contrario, (...) el operador jurídico puede discutir en algunos casos la aplicación o no de la norma de que se trate en atención al sexo de la persona a la que se trate»27. Los dislates en los que el exceso de celo en la determinación del sexo conduce a incongruencias mayúsculas se muestran por doquier. Otro caso significativo que puede citarse es el del Decreto 123/2008, de 1 de julio, sobre los derechos lingüísticos de las personas consumidoras y usuarias (Boletín Oficial del País Vasco de 16 de julio de 2008). Una interpretación literal del decreto nos obliga a pensar que de su aplicación quedan excluidos los establecimientos que pertenezcan a empresas que empleen a más de 250 trabajadores y los que cuenten en plantilla con más de 15 trabajadores que presten atención al público, siempre y cuando entre esos trabajadores haya también trabajadoras, ya que en los apartados 3a) y 3c) del artículo 2 no se incluye explícitamente a las mujeres, al contrario de lo que sí se hace cuando se habla de personas consumidoras y usuarias, expresión con la que los redactores intentan paliar el supuesto machismo que observan en su correlato consumidores y usuarios. Si en consumidores y usuarios el legislador considera que no están incluidas las mujeres, hemos de interpretar que en trabajadores tampoco lo estarán.
Las palabras supuestamente precisas
En el lenguaje jurídico las palabras adquieren significados insospechados, por regla general porque se confunde el significado de unas con la apariencia formal de otras, en otro intento más por dotar de precisión a lo que, por su propia esencia, carece de ella. Eso es lo que ha ocurrido, por poner un solo ejemplo de entre los muchos posibles, con el adjetivo meritado, que a alguien en un determinado momento le pareció que sonaba mejor (o que era más preciso) que el vulgar mencionado. En numerosos casos de nuestra legislación, y sobre todo de nuestra jurisprudencia, meritado se emplea en un sentido impropio, con un significado que no tiene. Así, podemos leer el siguiente dislate en la introducción al Decreto 63/2007, de 30 mayo, que regula las hojas de reclamaciones en espectáculos públicos y actividades recreativas en el marco de la Comunidad Autónoma del Principado de Asturias: «El artículo 26 de la meritada Ley establece una serie de medidas de protección de consumidores y usuarios». De acuerdo con el único significado admitido de meritar, alguien tendría que explicar qué méritos ha hecho la ley que se menciona para que se le pueda aplicar tal calificativo. Las impropiedades léxicas pueden jugar más de una mala pasada a los redactores de documentos jurídicos: al huir de la vulgaridad se cae en la pedantería, cuando no en la incorrección.
CONCLUSIONES: HACIA UN LENGUAJE JURÍDICO DEL SIGLO XXI
La complejidad del lenguaje jurídico es una queja universal. Citaremos sólo dos párrafos muy significativos que resumen a la perfección el sentir general. El primero procede del escritor Juan Carlos Arce; el segundo, del ilustre Fernando Lázaro Carreter: «Hay en la Administración de Justicia un ceremonial, un rito, una escenografía y un lenguaje de reliquia tan feo y tan rancio, tan absurdo y desusado, que ya no basta con decir que es barroco, sino que es absolutamente arcaico, a veces anterior al siglo XIV. El ciudadano tiembla cuando recibe del juzgado comunicaciones dirigidas a él que no es capaz de entender. Quien lee una comunicación judicial no sabe si le llevan a la cárcel o si ha heredado»32. «Según dicen, el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, pero ¿cómo vamos a cumplirla los profanos en tales saberes si no la entendemos? Porque no sólo se legisla para abogados: creo que alguna caridad merecemos los ciudadanos para no correr el riesgo de que nos enchironen estando in albis»33. Para que la tan omnipresente modernización del lenguaje administrativo surta algún efecto, ésta se debe articular en dos ejes que abarcan la mayor parte de los problemas tradicionales de este tipo de lenguaje: el eje de lo lingüísticamente correcto y el eje de lo estilísticamente elegante. Bien es cierto que dentro de esos dos parámetros se encuentran, nada más y nada menos, que toda la ortografía, toda la gramática y toda la estilística; pero no es tarea imposible.
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